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11 de agosto de 2012

A la sombra de las gaviotas

Vestidos de sol y sal, tapados por el viento, se amaban dónde se aman la tierra y el mar. Ambos romances, uno eterno y el otro efímero, seguían su curso bajo la constante mirada de los astros. Ajenos a todo salvo a sus parejas, oscilaban entre el clímax y la calma como péndulos atemporales. Nada más necesitaban que la cercanía del otro para ser y seguir siendo. Solos no eran ni podían ser, no se concebía uno sin la existencia del otro, tal era u amor, su unión.

Cuentos de madrugada y otras metáforas imposibles.

Había una vez una chica que quería un novio pera. Si si, como lo oís, una fruta por novio. Suena extraño pero tiene sus ventajas: te lo puedes llevar a todas partes, no se queja y nadie se enterará si lo metes en tu cama. Además, lo puedes girar cual peonza o, en caso de hambre extrema, puedes comértelo sin que te acusen de caníbal. Ahora bien, puestos a llevarlo por ahí un novio nuez sería más manejable, a la hora de meterlo en la cama hay otras frutas y vegetales que harían mejor servicio. Si lo que de verdad te gusta es que gire como una peonza, mucho mejor un novio coco, o un novio naranja. Y sin ninguna duda un novio melón alimenta más y es más dulce que un novio pera.

Entonces por qué pera y no cualquier otro, os preguntaréis. Sencillo, lo que hace especial a la pera no es una de esas cualidades en concreto, sino el poseerlas todas ellas en mayor o en menor medida. Sin ser la mejor en nada valía para todo, quizá por eso ella prefería su pera antes que las otras frutas.



La pera es cortesía de M, la metáfora mía y de las 4 de la mañana.

8 de agosto de 2012

Let the music pump through your veins.

Es algo así como una descarga eléctrica, un impulso que recorre el cuerpo de la cabeza a los pies y te sacude. Aveces más deprisa otras más despacio agita tu cuerpo y te obliga a moverte. Llega a poseerte, a invadirte, a mandar sobre ti y todos los que te rodean. Es magia, ver cómo esa línea de bajo hace botar a decenas, cientos, miles de personas al unísono. Contemplar el efecto que el vibrar de una decena de cuerdas tiene en el público. Cómo se les mueve el cuerpo inconscientemente, cómo se les van las pies y detrás las piernas, cómo se sincronizan las palmas de todos, cómo frenan durante unos segundos al compás de la música para volver a saltar todos al mismo tiempo. Ahí está la verdadera belleza, el individuo que sale de sí, que se entrega y se separa de su cuerpo, que deja de lado todo lo que no sea el sonido. Es la muerte del ego en favor de la música. Una sintonía perfecta con lo y los que te rodean. Es escalofriántemente bello.

Ese es el atractivo de la música en directo, de los conciertos. Ahí la música no se escucha, se vive. Hasta el último acorde tiene algo que decir. A una palabra o movimiento del músico los asistentes chillarán hasta la afonía, saltarán pese al cansancio o bailarán hasta desgastarse las suelas de los zapatos.  Hay música que está hecha para compartirla y que, como la vida, a solas pierde toda su fuerza.