Las autoridades literarias advierten:

Los textos contenidos en este blog pueden o pueden no ser un reflejo de la realidad. En caso de duda, evite tomárselos demasiado en serio o sacar conclusiones precipitadas.

El autor no se hace responsable del efecto que pudiesen causar sus textos. Tampoco se garantiza que los puntos de vista expresados en este blog sean coherentes, constantes o similares en algún sentido a los del autor.

Si tiene cualquier queja, pregunta, sugerencia o quiere expresar lo mucho que le pica un pie, adelante, comente.

25 de noviembre de 2013

Love is hard

Amar es duro, como construir un castillo de arena en plena tempestad. Es duro porque sabes que tarde o temprano se va a ir todo a la mierda, pero es estúpidamente precioso porque aún así seguimos construyendo castillos y enamorándonos. 

Es quizá de las pocas cosas bellas, especiales, que no hemos perdido aún. Es duro porque no es lo de todos los días. No estamos acostumbrados a dejarnos la piel por algo incierto. Dar mucho a sabiendas –aunque nos hagamos los locos– de que es algo destinado a terminar más pronto o más temprano es algo que la mayor parte del tiempo se considera una soberana estupidez: salvo cuando te enamoras. Aquí sí que nos implicamos, por eso duele. Es duro por esa sensación de pérdida, por ese "¿tanto para nada?" que nos asalta cuando una ola nos derrumba el castillo, cuando alguien se va. Esa sensación de abandono, desnudez y "qué idiota soy, ¿no?". Volver al punto cero es jodido, para que nos vamos a engañar, quita las ganas.

Hay quien pasa de hacer castillos y se conforma con rebotar alguna piedra sobre el mar. También los hay que no quieren ni oír hablar de amor y prefieren la nada o el vacío de noches sin nombre. También hay quien prefiere el politono de un móvil al hd de un buen equipo. Hay gente para todo. A veces nos cabreamos, le damos una patada a la arena y nos vamos a lanzar piedras. Pero terminamos volviendo la vista sobre los granos de arena e imaginando como quedaría el castillo. Y antes de que nos demos cuenta, estamos levantando murallas y torres de nuevo.

Deberíamos ser ese niño que, tras sacudirse un poco la arena de la cara, vuelve a ponerse manos a la obra, sin haber perdido una sola pizca de ilusión. Ese niño no construye castillos porque le guste contemplarlos sobre la arena, tampoco porque tenga la más mínima esperanza de que aguanten el oleaje. No, lo que de verdad le lleva a construir castillos, a ser indiferente ante los derrumbes, es su pasión por construir castillos. Lo que de verdad importa es el camino, el mientras, el hacer. No el final. Es duro, pero esa es la gracia.


9 de noviembre de 2013

Noviembre.

Estoy helado. Hace frío fuera pero no es eso. Tampoco es una cuestión de sudaderas. Es una sensación horrible, un frío que nada tiene que ver con el exterior. Es como si mis huesos fuesen de hielo y diese igual cuanto me tape. El frío viene de dentro. El abrazo caliente de un trago de whisky es lo único que consigue espantarlo. El arañazo en la garganta y al calor en la cara, el golpe seco que da al caer en el estómago, el agradable cosquilleo que produce al ir extendiendo su calor por el resto del cuerpo, la paz que deja después de haber fundido los huesos de hielo. 

La espanta un poco pero no quita esa sensación de vacío, del frío que transmite una habitación vacía o un cigarro abandonado. Solo de pensarlo dan escalofríos. Nos llenamos con infinidad de objetos, con conversaciones huecas. Ocupamos nuestro tiempo con una sucesión agobiante de tareas y rellenamos los huecos libres con risas enlatadas. Pero al final, detrás de todo eso, detrás de esa aparente abundancia no hay nada. Cartón piedra, atrezo, mera fachada. Suele irnos bien, nadie se da cuenta, ni siquiera nosotros mismos. Todo funciona y rueda a la perfección, somos felices así. Hasta ese momento en el que el frío te invade sin saber muy bien de donde viene. Pero sí sabes de dónde viene. Brota de ese agujero, de ese vacío interior que no hemos conseguido llenar con nada aunque lo hayamos rodeado de cosas para no verlo. De ese pozo viene ese frío. Y solo algunos abrazos consiguen hacerlo retroceder. Solo algunas personas consiguen llenar un poco el pozo.

Los cuentos que nadie quiere escuchar

Es sencillo cantarle a princesas en castillos en las nubes, a príncipes valientes que destriparán dragones y escalarán montañas con los dientes por un simple guiño de su amada. Nos encantan los cuentos de hadas, los héroes sobrehumanos, las hazañas memorables, los amores imposibles. Por eso es sencillo, son nuestros sueños.

También es fácil hablar de noches largas y solitarias, de almas rotas y corazones pisoteados. De imágenes en blanco y negro con muy poco blanco. Somos unos románticos de los ceniceros rebosantes, de vasos firmados con carmín y de botellas casi tan vacías como nosotros; de las noches en vela, las suelas gastadas y los arroyos salados.

Nos gustan ese tipo de historias, bien por ideales soñados, bien por realidades idealizadas. No es tan fácil hablar de sueños destrozados por cuchillas ensangrentadas ni de ahogar las penas en alcohol a diario. Nadie quiere escuchar sobre princesas que escapan de sus castillos a jeringazos, ni de príncipes que destripan ranas para no morirse de hambre. Ni hablar de sucesos mundanos, de personas anónimas ni de amores de vagón de metro.

Ni palabra tampoco de lágrimas que escuecen ni de soledad tan fría como el acero. Las pastillas para esto y lo otro, las cajas de medicamentos cuyos nombres no puedes pronunciar apilándose sin freno y las visitas semanales al loquero no venden tanto como las caritas sonrientes, las pirámides de botellines y las salidas cada finde al local de turno.

Los cuentos reales nadie quiere escucharlos, quieren la versión edulcorada, infantil, la adaptada, la que termina con un vivieron felices o en una sonrisa de anuncio de dentífrico. No quieren las que acaban con una muerte prematura por sobredosis voluntaria de estupefacientes o con una adicción a los ansiolíticos y al alcohol barato antes de los cuarenta.

3 de noviembre de 2013

Siempre merece la pena

Enamorarse es muy bonito pero termina doliendo. O termina en una botella vacía y un regusto amargo en la boca. Es esa misma sensación de domingo por la mañana con una resaca considerable, un par de moratones que no sabes de donde han salido y unos recuerdos fragmentados pero geniales de la noche anterior; momento en el que avanzas hacia la cocina intentando reconciliarte con la realidad. Más o menos a así se siente uno después de un desengaño amoroso: confundido, magullado y sin ninguna gana de salir de salir de la cama.

La verdad es que el parecido entre una noche de fiesta y enamorarse es asombroso. Ambos nos encantan por mucho que a la mañana siguiente digamos "nunca más". Con el tiempo el recuerdo que importa es el de las alegrías y nos morimos de ganas por repetir. Al fin y al cabo son esos momentos de color los que nos alegran la existencia. Por eso siempre merece la pena. Aunque hagas locuras, viertas lágrimas y termine habiendo heridos merece la pena. Merece la pena enamorarse.

Entre apuntes

La biblioteca tiene su encanto.
Tu cara de sueño por estar aprendiendo.
Tu mirada cansada planeando sobre los apuntes.
Cómo te encaramas sobre la mesa para escribir.
Tu cuerpo cuando grita en silencio, con cada gesto, que se muere de sueño.
Tus salidas constantes a por café y tabaco.
Cómo besas el cigarro con gesto nervioso.
Tu voz, un susurro alegre incluso tras horas de estudio.
Y tu sonrisa.
Joder.
Tu sonrisa.