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29 de enero de 2014

Increíblemente lejos, cerca de aquí

Correr lejos, muy lejos. Huir por una temporada, perderse otra vez. Andar hasta el horizonte una y otra vez. Vagar por valles y montañas, cabalgar por blancas llanuras surcadas de pliegues. Seguir arroyos con la lengua fuera, perderse en la arboleda y enredarse entre sus ramas. Contemplar las estrellas en noches despejadas. Olvidarse de todo. Trepar con calma las montañas y disfrutar de la vista, recrearse en las cumbres. Descender despacio hacia el valle y pasear por esas simétricas calas acariciando su arena con los dedos. Dormir en el bosque y bajar a las más profundas cuevas. Olvidarse del mundo siendo minero y escalador, buceando en esas cuencas, cazando sueños entre los árboles.

Dejar atrás carreteras y torres de hormigón. Deshacerse de relojes y calendarios, despedirse de las obligaciones y la rutina, de todo lo gris. Ir a lo verde, a lo vivo; donde nada importa porque todo es importante: cada paso, cada rama. Huir y perderse donde nadie busque. Dejarse arropar por el susurro de los árboles y acariciar por el aliento cálido de la luna de verano. Sentir el latir de la tierra y cómo tiemblan las montañas, la humedad agradable de esa cueva en verano, su calidez en diciembre. Olvidar las preocupaciones del vivir. Olvidar todo lo que te rodea y jugar. Jugar, por supuesto...


Por supuesto, hablo de perderme en tu cuerpo.
Por supuesto, hablo de jugar juntos.

27 de enero de 2014

NO TE ENAMORES. Hagas lo que hagas no te enamores. No lo hagas. No pierdas la cabeza, no hagas locuras. No hagas estupideces. No le entregues tu corazón a una sonrisa bonita. No cojas ese vuelo a Londres o a París o a Costa Rica. No pierdas la razón en sus ojos. No dejes que se te dispare el pulso. No permitas que te robe el sueño y te quite el hambre. No te desesperes. Bajo ningún motivo esperes de madrugada, bajo la lluvia. No le regales rosas, ni bombones. No pierdas el tiempo, no gastes tus lágrimas. No estés pendiente del teléfono a las cinco de la mañana. No arriesgues tu salud, no lo abandones todo por su culpa. No te sientas como un trapecista en la cuerda floja a cada gesto suyo. No dejes que ponga patas arriba tu mundo, no dejes que le de sentido a tu día a día. No te enamores. No te enamores, te dirán. No te enamores, te repetirán mil y una veces.

Pero si al final desoyes las voces de la supuesta razón, si tu voluntad flaquea ante sus encantos, si lo haces, si no hay manera de frenarlo, si no puedes evitarlo, y te enamoras; entonces olvida todo lo que alguna vez te dijeron. Olvídate de todo eso, de todo lo que se supone que tienes y no tienes que hacer. Olvídate de los tópicos y las convenciones, o no. Olvídate de la cabeza y de la razón, o no. Haz lo que se suponga que tengas que hacer y también todo lo contrario. Haz lo que te pida el cuerpo. Haz estupideces, muchas, a diario. Espera de madrugada bajo la lluvia, todas las noches si hace falta. Pierde el tiempo, cry a river. Ve hasta el fin del universo para encontrar ese CD o ese libro que sabes que le va a encantar. Deja que esa sonrisa te secuestre el corazón, sumérgete en sus ojos y déjate ahogar. Pasa las noches en vela contando estrellas. Coge el puñetero avión sin mirar atrás, o el autobús o anda quinientas millas y otras quinientas más solo para caer ante su puerta. Juégate la salud, la vida y tus ahorros sin pestañear. Regálale rosas y bombones, regálale un jodido jardín y una pastelería; o mejor, cinco cajas de pizzas y muchas cervezas. Déjalo todo y corre si te lo pide. Pero no lo hagas esperando algo, no lo hagas por conseguir su favor o un lado de su cama. No. Ni siquiera a cambio de un gesto amable o de una sonrisa. No es un intercambio, en un intercambio siempre saldrás perdiendo. Que no te carcoma el desamor o el despecho. Da sin pedir. Sea lo que sea, regálalo incondicionalmente. Lo harás porque –imbécil de ti– su felicidad es tu felicidad.

No te enamores, pero si lo haces, hazlo hasta el fondo.

19 de enero de 2014

Calores

Los inviernos piden, irremediablemente, calor. Calor que mate el frío, todos los fríos. El calor de una taza de café recién hecho que espanta a gritos el frío de una mañana helada, por ejemplo. O el calor de un buen libro y un edredón mullido cuando fuera el cielo se rompe y el viento ruge. El calor de un cigarro acompañado, insensibles al mordisco del invierno. El calor de una cerveza fría entre risas contra el frío de la rutina. El calor de una animada conversación, campeón absoluto sobre el frío del aburrimiento. El calor arropador de la música, capaz de batirse victoriosamente contra las frías punzadas de la tristeza. El inconfundible calor de un abrazo, efectiva dinamita contra el frío de la soledad. El calor de ese cuerpo amigo con el que te sientes en casa que derrite los más profundos témpanos. El calor de esos besos, más fuertes que el café. El de esas caricias mejores que cualquier edredón. El calor de su respiración en el cuello, fuego de dragón al lado de un cigarro. El de su cálida sonrisa, capaz de triturar el tedio. El de esa voz, esa risa, que hace que sobre la música. Hay infinidad de fríos e infinidad de calores. Pero hay calores que matan todos los fríos.



Como el de la columna de humo que brota de un cigarro en la tranquilidad de una noche sin viento, alzándose hacia el cielo estrellado. Como el de las estrellas que observan impasibles, cómplices de incontables noches, como el humo desaparece en la noche. Como el del sol en una cama fría en una noche de un invierno.

13 de enero de 2014

Los románticos

Hace un par de meses más o menos una tal E. me dijo que no entendía a los "Románticos dieciochescos de palabra y corazón" como yo. Y claro, uno cuando le toca en sus apuntes el Romanticismo se acuerda de estas cosas y se fija, a ver si va a ser verdad.

Los susodichos dieciochescos eran unos ególatras llenos de amor, de amor a la bebida; con un aire solipsista muy chungo, propensión al aislamiento, la exageración de sentimientos y con la maestría suficiente como para convertir todo eso en desgarradoras obras líricas que transformarán la literatura y la sociedad posteriores hasta límites que a veces cuesta creer.

Hay que reconocerles que hay que ser rematadamente bueno como para convertir la idea de beber hasta caer al suelo, la extrema soledad o del suicidio en atractivas y poéticas. Ni uno ni dos fueron los que se quitaron la vida, coherentes eran el menos. Precisión curiosa: aquí los ególatras eran los del pene, ellas por contra se centrarán en la racionalidad y en la preocupación por la familia y la comunidad. Por eso hay quien habla de dos ramas separadas dentro del Romanticismo. 

Hablemos de estos señores del Romanticismo, a ver si tienen algo que ver con los chicos dieciochescos que decía E..

9 de enero de 2014

Por eso el blues se llama blues

Hay días en los que uno está gris. Los británicos lo llaman estar azul pero... bueno, son británicos. Es normal, llueve un día sí y otro también, para ellos gris es cualquier día. Decía, hay días en los que uno está gris. Gris plomizo, sin brillo, tirando a gris nube-de-otoño. No es tan oscuro como el negro muerte, no. Es un gris calmado, sin energía. Un gris humo exhalado sin fuerza que se queda envolviendo al fumador en neblina en lugar de dispersarse. Ese gris. Creo que habéis cogido la idea, ¿no?

Hay días que estás así, así de gris. Días que te apetece muchísimo hacer nada. Todo lo que implique participación activa queda descartado. Si hoy fuese un día de esos, no habría pasado de la primera línea. El plan perfecto es tirarse en algún sitio blando y cómodo a ver una película. Y digo tirarse, no sentarse o tumbarse, esas implican cierta planificación. Me refiero a tirarse desordenadamente sobre, pongamos, el sofá. Sin ningún tipo de cuidado y gastando el mínimo de energía. Son días en los que te limitas a existir, como un espectador del mundo que te rodea, sin interesarte realmente por nada. Como ausente, como si parte de ti estuviese en otro mundo. 


Los días grises a veces también apetece recrearse en esta grisedad; igual que cuando alguien está contento escucha música alegre y no para quieto. El cuerpo pide un entorno en sintonía con su ánimo. La imagen de un día así es un bar viejo, con poca luz y no muy grande; con más humo que almas. Encajado en  un rincón hay un músico de esos de voz profunda tocando por cuatro duros canciones que hablan de cosas perdidas, de amor y de soledad. Tú te refugias tras una pinta de cerveza, servida en un vaso tan gastado que hace años que no se ve a través de él. La música envuelve todo y crea una atmósfera en la que es fácil perderse. No necesitas más para sumirte en tus pensamientos. Espectador distraído, concentrado en la función que se desarrolla en su interior.

Es complicado describir emociones, a veces la música lo hace mucho mejor: 

7 de enero de 2014

Luz y color

Hacía ya mucho que el sol se había puesto y el frío calaba hasta lo más profundo del corazón. Apenas indistinguible entre la oscuridad de la noche, un denso enjambre de nubarrones tapizaba el cielo. Amenazaba tormenta. El silencio era agobiante, opresivo. No se movía nada, ni una brizna de aire. Pese a la quietud, una casi palpable intranquilidad reinaba en el entorno.

Un silbido rasgó la oscuridad, largo y continuo, como un cuchillo rasgando un telón desde el peine hasta las tablas. La sorpresa fue absoluta, algo había roto la calma. Pero la sensación no fue de alivio sino de malestar, fruto de la incertidumbre. Al menos así fue para los que andábamos despiertos a esas horas, amigos de combatir la oscuridad con un cigarro. el silbido se hizo eterno pero lo que vino después le quitó toda importancia. Si el silbido había rajado el silencio, el estruendo que vino a continuación lo destrozó, lo deshizo en mil pedazos hasta reducirlo a polvo. Ese estruendo rompió muchas más cosas, pues el silencio había sido lo de menos. Esa detonación era el grito de una explosión de luz, esparciéndose como una fuente incandescente de infinitos colores. Era un cohete lanzado contra la oscuridad; una bomba de alegría decidida a destruir la quietud, a combatir las negras nubes a golpe de color. 

Perplejos, atónitos, son adjetivos que se quedan cortos. Era algo con tantísima energía que nos paralizó. Parálisis fugaz, desterrada por la emoción que agitaba todo el cuerpo. Una explosión detonada por aquello que acababa de golpear el cielo. Alegría, esperanza, una suerte de felicidad contagiosa, así porque sí. Ese es el efecto que tiene.

No pretendo que lo entendáis, pero esta pequeña descripción es lo que más se parece al efecto que tienen algunas risas. La suya, por supuesto.

Texto reciclado. Sin fecha. Algún momento de 2013

Paz entre el ruido, un ruido que funciona como la música más atronadora, que atonta la cabeza e impide pensar. Barrera a todo pensamiento, no sólo a los indeseados –por desgracia– sino a todos. Un constante estado de coma cerebral. Un discurso pendiendo de una coma, sin decidirse a llegar al punto, a terminar de una vez por todas. Así funciono a veces, no sé si vosotros también, apartando aquello que nos perturba y enterrándolo. Barriendo mis problemas debajo de la alfombra. Pero no hay alfombras infinitas y terminará por no ser suficiente; entonces me ahogaré en mi propia suciedad.

Buscamos mil y una formas de ser felices pero a la larga no hay droga que coloque este desorden ni música que acalle los gritos. Estamos enfermos, intoxicados por nuestra incapacidad para resolver ciertos problemas. En algún momento alguien mutiló nuestra autonomía y nos dejó como barcos al pairo. Corderos que confían en un cabrón disfrazado de pastor. Se nos ha derrumbado el mundo y no tenemos herramientas para defendernos. Ganado perdido sin las vallas del redil.

En lugar de regocijarnos en nuestra libertad nos aferramos al primer atisbo de seguridad, conscientes de nuestra desorientación, o nos atontamos con basura. Cualquier cosa que mate nuestro tiempo. ¿No es triste esa expresión? ¿Desde cuándo el tiempo es algo que nos sobra? ¿Desde cuándo nos agobia tanto el presente que queremos que pase, que queremos matarlo? El tiempo es probablemente el recurso más valioso que tenemos y en esta época de abundancia lo malgastamos como si nos sobrase. Idiotas. Usemos cada segundo como si fuese el último porque llegará un día en el que lo será y no podremos hacer nada para evitarlo. Invirtamos el tiempo en tener más, en vivir más y sobre todo mejor. No nos limitemos a existir pudiendo exprimir este regalo al máximo. Ya que no confiamos en una segunda vida eterna, vivamos esta.

Pero el tiempo no lo es todo. Importa más una hora de felicidad que una semana de tedio. Nuestro objetivo en este mundo no debería ser otro que ser felices a pesar de cualquier cosa. Enfrentarnos a nuestros problemas y vencerlos, no esconderlos ni dejar que nos puedan. El único sentido que puede tener la vida es ser feliz. Porque sino, ¿para qué vivir? ¿para qué perpetuarse durante años para ser infeliz? Todo lo demás debería ser circunstancial, todo aquello que no nos llene, que no nos impulse a vivir un día más, a levantarnos cada mañana con ganas. Todo eso deberían ser accesorios que nos ayudasen a hacer lo que nos haga felices, meros adornos; y no el elemento principal de nuestras vidas. Tenemos nuestra escala de valores invertida y nos desvivimos por estupideces. Probablemente el niño cuyo único objetivo es jugar o el adolescente que enfoca su semana en tener un fin de semana inolvidable son los que están disfrutando de su vida. En esencia aquellos que viven la vida con ilusión.

Viéndolo con un poco de perspectiva, en realidad damos mucha pena. Es infinitamente triste que, como especie, llevemos más de 2000 años buscando cómo ser felices. La receta para ser felices a pesar de la adversidad. De la filosofía helénica a los libros de autoayuda. Poca novedad y ninguna solución. 


Texto reciclado. Sin fecha. Algún momento de 2013