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27 de junio de 2014

Quam minimum credula postero

No eran una generación perdida. Eran una generación abandonada a su suerte, como muchas otras. Eran una generación de cerveza en un bordillo y poesía de 140 caracteres. Porque el mundo a veces va demasiado rápido y no es sano ir tan deprisa.

Eran una generación con las cosas claras, tan claras como esa oscuridad en la que se refugiaban de las farolas.  Habían nacido en la cultura del ahora, por supuesto que no tenían planes de futuro. Nada más allá del próximo festival o el próximo viaje, con el que huir sin saber muy bien de qué ni de quién.

Saturados de hipsterías y bohemiadas varias. Que si no has leído a tal o escuchado a cual no cuentas, que si no has cenado allá, desayunado acá o sentido el mordisco de la helada soledad una noche de otoño mientras contemplabas como el humo de tus pensamientos se fundía en la oscuridad iluminado por la pálida luz de la luna no eres nadie.

Que si Neruda, Salinas, Murakami, Pizarnik, Bukowski y una botella de absenta medio vacía. Que si Hesse, Kerouac, Palahniuk, Benedetti (joder con el puto Benedetti), un cenicero a rebosar y quizá algo de Sartre. Procura pasear libros con esos rótulos lo suficiente y citarlos con regularidad en tus múltiples redes sociales.

No tienes ninguna gracia si no tocas la guitarra o la armónica. O dibujas acojonantemente bien o escribes –preferiblemente poesía(?), de verso corto e irregular y juego de palabras profundo– o una foto tuya ha ganado algún premio. En realidad, preferiblemente todo lo anterior. Sazonado de algún viaje que te haya cambiado la vida, mejor si es a un sitio exótico muy colorido.


Eran una generación jodida, en todas sus acepciones. Y eso no los hacía especiales, por mucho que pensasen lo contrario. No eran muy diferentes de sus mayores ni lo serán de los que vengan detrás. Tu madre también ha estado emporrada en un concierto de su grupo favorito, tu profesor ha vivido en una okupa. El del kiosco también soñaba con viajar hasta la India haciendo autostop y la de la taquilla de Alsa recuerda todos los festivales que tiene a su espalda cuando te ve con la quechua y el macuto. El del bus te saca muchas horas de comer altavoz y la señora que da de comer a las palomas también se enamoró hasta perder la razón. También escucharon música hasta altas horas de la madrugada entre bebidas alcohólicas y cannabinoides. En esas calles ellos también corrieron con las porras detrás. Amanecieron en esos bancos, bebieron en esos parques, follaron en aquellos rincones, cantaron borrachos en estas plazas y se desplomaron en esas esquinas. Incluso bailaron en los mismos locales o, al menos, en unos igual de cutres.

Pero no hay nada malo en sentirse único y especial. Es característica intrínseca a la juventud el pensarse los primeros. Quizá es lo que le da cierta emoción, ir a lo inexplorado, innovar. Sabemos que no, pero lo obviamos discretamente. Como muchas otras cosas. Si no nadie se dejaría la piel intentando hacer de este mundo un lugar un poco mejor. No para el futuro, no. Un mundo mejor para ti, para mi, ahora. Empezamos cosas que van a fracasar, porque empezarlas es ahora y esos significa vivirlas ahora. El fracasar ya llegará, a tiempo para empezar algo nuevo. Inmersos en nuestra nube de cerveza, apariencias, letras y acordes, caminamos día a día sin que nos estorbe demasiado. Nada importa mucho. Que la ola que surge del último suspiro de un segundo, nos transporte mecidos hasta el siguiente.

Hemos comprado un carpe diem, uno sano e inconsciente. Veremos si es una buena inversión.
Mientras tanto, quam minimum credula postero.

2 de junio de 2014

Podríamos haber sido felices.
Pero nos quedamos
en una esperanza
en lugar de en una realidad.
En un subjuntivo
en lugar de en un presente.

Nunca aprendimos a conjugar
aquel futuro de ilusiones
en un presente de risas.
Perdimos nuestro plural
en dos tristes singulares.
Y ahora sólo somos dos primeras personas
que ya no tienen con quien conjugarse.