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27 de julio de 2015

Running to nowhere

Suena el despertador, vuelas. No sabes ni donde pones los pies. Un día más, un día menos. Quieres correr. No sabes a dónde. Quieres huir. No sabes de qué. Necesitas correr. No puedes: madrugar, rutina, trabajo.
Socorro.
Llegas a casa, no puedes más. Debería ser paz, debería ser hogar, pero son cuatro paredes que no quieres ni pisar. Que alguien te saque de ahí.
Por favor.
Por clemencia.
Una vuelta, una cerveza. O dos. O tres. O diez. Lo que sea para no pensar.
Necesitas correr. Correr hacia ninguna parte. No puedes parar, no quieres parar.
Corre, corre que te pilla.
¿El qué?
Sabe dios, no lo quieres saber.
Que me saquen de aquí. A la esquina. Al bar. Con la rubia. Con el moreno.
Es igual.
Fuera de aquí.
Fuera de mí.
Sientes que si paras te alcanza.
Sientes que si paras te hundes.
JODER
Volar
Bailar
Lo que sea menos pensar
Sobretodo no pensar
Una vuelta, otra vuelta, girar sin parar
Viajar
Lejos de aquí, lejos de mí.
Escapar.

Esa sensación de ahogo. De necesitar aire. De no poder parar quieto porque si paras todo se te viene encima. Huyes sin saber muy bien de qué porque si lo supieses querría decir que te ha alcanzado. Notas el aliento de lo que te persigue en la nuca, pero no hay bemoles a darte la vuelta y mirarle a los ojos. Cuanto más lejos mejor. O eso crees. Intentas poner tierra de por medio. Kilómetros y kilómetros de tierra. De tierra, de mar, de aire y de lo que pilles. Barricadas de botellas vacías y mil colillas ardientes. Te escondes detrás de cuerpos ajenos e intentas perderte entre besos y caricias, a ver si así tus pensamientos no te alcanzan.
Suerte.
Sabes que no va a funcionar.
No puedes huir de tu cabeza.

Y entonces, paras.

Y te alcanza. Joder que si te alcanza. Te barre, te arrolla, te arrasa. Un alud con la fuerza de mil corazones echos trizas. Un tsunami de lágrimas te ahoga, te hunde, te sepulta. Ya no puedes correr. Ya no quieres, no tienes fuerzas. Eres un peso muerto, un trozo de madera flotando sin rumbo. Llorarías si te quedase algo dentro pero ya no te quedan fuerzas ni para parpadear. La mirada perdida y el gesto ausente. Los ojos rojos y la marca de dos ríos salados por las mejillas. Pareces un cascarón hueco, un árbol seco, un chásis abandonado.

Pero al tiempo, la nieve se funde. El agua vuelve a su lugar y los ojos recuperan su brillo. Como los brotes verdes que nacen con el sol de primavera, algo dentro de ti comienza a despertar, a recomponerse. Floreces. Poco a poco. Ya no necesitas correr. No tienes de qué. Despiertas. Revives.
Ya nadie te persigue.
Ya no eres una estrella fugaz en eterna fuga.
Ahora brillas, resplandeces, con calma y serenidad.
Sol.

























5 de mayo de 2015

Volando hasta el amanecer

Soñaba con un mundo en el que gritar no fuese delito y el amor no estuviese preso. Escapaba hacia sus sueños en largas bocanadas de humo, a escondidas de esos perros que muerden a los que quieren ser libres. No le quedan ya ganas para levantar utopías, curra de 8 a 8 entre semana. El reloj aplasta su vida y el sueño mata sus sueños.
Ya sólo le queda dibujar con cerveza y decorar con verdes flores realidades que nunca vivirá; olvidar entre latas vacías y risas sinceras que existen los lunes.

Se muere por escapar de vez en cuando a donde los duendes hacen malabares con fuego puestos de setas y las hadas bailan borrachas hasta caer al suelo; los magos hacen saltar a la gente con golpes de mano y sacan cerveza de debajo de la tierra. Un mar de colores es todo lo que se ve en el horizonte, con banderas pirata en barcos de tela.

Su particular país de Nunca Jamás, que desearía que fuese por siempre jamás, donde los indios bailan alrededor del fuego haciendo acrobacias y hay pipas de la paz para todos. Los piratas llevan siempre una botella bajo el brazo, una guitarra a la espalda y cantan canciones de amor hasta el amanecer. El polvo de hadas flota en el aire y los niños perdidos bailan con las caras pintadas hasta que les puede el sueño o el sol pega demasiado fuerte.
El país en el que la música nunca para y una sonrisa es el gesto más común.
El país en el que lo irreal es real y lo real, irreal.
El país en el que no se duerme porque los sueños se viven despierto.


Ya sabéis el camino, girad en la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer.

25 de marzo de 2015

Con h de hada, con m de magia

Imagino que un poeta la describiría como una flor entre zarzas y un “poeta”, como una gatita perdida en un bosque. Esa absurda tradición poética de describir la belleza femenina como delicada y contrastarla con un entorno hostil. Esa absurda costumbre de olvidar que las rosas también tienen espinas y que las gatas arañan.

Un hada. Esa era la imagen que transmitía cuando la veías bailar, manteniendo el equilibrio con esfuerzo, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra. No un hada victoriana, de esas pequeñitas con alas, de esas frágiles que parece que se van a romper si las rozas. Era un hada de las grecolatinas, de las que infundían una mezcla de miedo y atracción, de las que imponían respeto. Y si no las rozabas, era por no romperte tú.

Era un pedazo de magia hecho persona. Los ojos cerrados, las manos al compás, tropezando de vez en cuando pero nunca llegando a caer. El pelo de colores, enredado. La ropa descolocada, con flecos volando a su alrededor. Las botas destrozadas, cubiertas de barro. Pulseras, colgantes y demás tintineando con cada movimiento. Flotaba con polvo de hadas entre el resto de la masa como si nada de todo aquello existiese, sólo la música. 

Pese a dar la impresión de ir hasta las cejas y tener evidentes problemas de equilibrio, guardaba cierta elegancia y trasmitía tranquilidad. Todo ese desorden parecía estar en su lugar en ella y sólo contribuía a su encanto. A su aspecto mágico, atemporal. Tenía una belleza… eso, mágica. No una belleza despampanante u ofensiva. No, era algo que no es de este mundo. Una belleza calmada, más propia de una estatua griega que de una persona real. Una belleza de poema épico, una belleza por la que arriesgar un imperio o perder la razón. Una belleza como la de Helena.

Sabías inconscientemente que podría hacerte, si quisiese, infinitamente feliz o infinitamente infeliz. Que podía controlar tus pulsaciones con una mirada. Eso no lo hace una gata y, desde luego, tampoco una flor. Un hada sí, por eso las hadas son mucho más peligrosas.



Normal que los griegos escribiesen leyendas sobre mujeres así.
Normal que nos enamoremos de mujeres así.

23 de marzo de 2015

Triste sonata de marzo y fantasía de primavera


Semanas en escala de grises.
Cielo de ceniza en los albores de la primavera.
Telón de agua que no termina de caer.
Días cenizos que pasan en tromba, sin pena ni gloria; meros recuadros en el calendario.
Cenizos también los suelos sobre los que corretean, con paso firme y cabeza gacha, figuras borrosas que aspiran a ser personas. Vidas moldeadas en plomo sin un solo toque de color. La comedia diaria en la que nadie sonríe pero en la que todos están obligados a participar, acto tras acto, función tras función. Un repertorio invariable de líneas sin gracia que hilan mecánicamente carcasas humanas con el alma en casa y la vista en el fin de semana. Una cascada de llantos mudos mientras todos bailan como marionetas al son de una repetitiva melodía.
Día tras día.
Sueñan con días brillantes en los que el gris no existe y se les humedecen los ojos al recordar los días de verano de su infancia que nunca volverán. Perdemos muchas cosas con cada día que pasa, con cada mes, con nada año. Se nos escurren las horas entre las manos mientras andamos ocupados con tareas que no entendemos. Seguimos interpretando un papel sobre el que nadie nos ha pedido opinión porque alguien nos convenció de que era lo que había que hacer para comer. Seguimos la representación mientras el tiempo pasa y los recuerdos brillantes se van quedando más y más atrás.
Ni pizca de gracia me hace ver cómo cada paso que damos nos conduce a ese gris escenario en el que no hay espacio para la improvisación. Cómo “lo correcto” es una autopista gris asfalto sin una mísera flor en el camino.
Probablemente sea ingenuo y estúpido no querer seguir ese camino.
Quizá sea inevitable participar en la función.
Pero, de momento, me queda un resquicio de ilusión, una fantasía de primavera:

yo, de mayor, quiero colorear días.

30 de enero de 2015

Lo siento

Lo siento.
Si no escribo reviento.

Algo me oprime
Me ahoga
Me asfixia
Las ganas de salir corriendo
Estampándose contra un muro de obligaciones
Creo
No sé
Quizá
El peso de un millar preguntas
olvidadas
Empujando por salir a la luz

No sé
Quizá
Los dedos de hielo de la incertidumbre
Agarrando con fuerza el corazón
Mi corazón
Que quiere latir, sentir, sufrir.
Vivir.

Quiere huir
Sin saber de dónde
Ni adónde



Quizá
No

Como una estatua, alta en un tejado.
Fija
Quieta
Pétrea
Que observa sin mover los ojos.
Que sueña, inmóvil,
Con poder bajar a la calle.
Y se debate:
Moverse y dejar de ser
De ser estatua
De ser ella
Quedarse y no ser
No ser más que estatua
Sólo una estatua.

Y ahogarse.

Al norte, bajo la lluvia

Era una mañana cualquiera de diciembre, en una de esas ciudades al norte de los Pirineos en las que llueve demasiado. Una de esas ciudades en las que los sureños nos sentimos perdidos: hace demasiado frío, la gente es demasiado seria y no tienen ni puta idea de cómo hacer un café en condiciones.

Una mañana en la que andábamos a paso ligero, casi marcial, entre la gente seria que va a trabajar y los turistas pesados que se paran cada dos por tres a hacer fotos. Parapetados bajo un endeble paraguas, de esos que al menor soplo de viento se rinden y te dejan tirado.

Era una mañana en la que sólo pedíamos paz o, al menos, tregua. Pero el clima no parecía tener intención de rendirse y nos bombardeaba inclementemente con la artillería pesada. Antes he dicho "andábamos", pero vista la densidad de la lluvia, aquello era más bien nadar.

Buscábamos refugio desesperadamente, cualquier lugar nos habría valido de trinchera contra aquellos disparos. Al fin, calados y acribillados, entramos corriendo en un triste bar. A buscar paz en una taza de café. Y mientras pedíamos, nos dimos cuenta, sorprendidos, de que no nos habíamos soltado las manos en toda la batalla.

Balcón

La máxima soledad. Un balcón olvidado en una fachada abandonada de un viejo edificio prácticamente vacío. Un balcón que puede haber sido escenario de un millón de historias pero que ya sólo espera el final de su existencia; férreo vigía de un paisaje cambiante durante más de medio siglo, testigo de gracias y desgracias, cómplice de indiscreciones y compañero en noches de mirar las estrellas entre el humo del trigésimo cigarro.

Gritos, suspiros, besos, charlas, lágrimas, broncas, sonrisas, profundas reflexiones y vagas esperanzas habrán tenido lugar en un escenario así. Desde su barandilla han visto marchar el amor y llegar la esperanza, se han planeado fantásticas aventuras y se han desmoronado castillos de sueños.

Sin embargo, de todo ese catálogo de atractivas posibilidades, lo más probable es que no haya sucedido casi ninguna. Como siempre, al final nos quedamos en lo gris y en lo mediocre. Las más de las veces, lo más emocionante que le ha pasado en el día es que tiendan la ropa.

Como todos, las más de las veces en lugar de protagonistas de apasionantes historias no somos más que un triste armazón en el que colgamos ropa.