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25 de marzo de 2015

Con h de hada, con m de magia

Imagino que un poeta la describiría como una flor entre zarzas y un “poeta”, como una gatita perdida en un bosque. Esa absurda tradición poética de describir la belleza femenina como delicada y contrastarla con un entorno hostil. Esa absurda costumbre de olvidar que las rosas también tienen espinas y que las gatas arañan.

Un hada. Esa era la imagen que transmitía cuando la veías bailar, manteniendo el equilibrio con esfuerzo, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra. No un hada victoriana, de esas pequeñitas con alas, de esas frágiles que parece que se van a romper si las rozas. Era un hada de las grecolatinas, de las que infundían una mezcla de miedo y atracción, de las que imponían respeto. Y si no las rozabas, era por no romperte tú.

Era un pedazo de magia hecho persona. Los ojos cerrados, las manos al compás, tropezando de vez en cuando pero nunca llegando a caer. El pelo de colores, enredado. La ropa descolocada, con flecos volando a su alrededor. Las botas destrozadas, cubiertas de barro. Pulseras, colgantes y demás tintineando con cada movimiento. Flotaba con polvo de hadas entre el resto de la masa como si nada de todo aquello existiese, sólo la música. 

Pese a dar la impresión de ir hasta las cejas y tener evidentes problemas de equilibrio, guardaba cierta elegancia y trasmitía tranquilidad. Todo ese desorden parecía estar en su lugar en ella y sólo contribuía a su encanto. A su aspecto mágico, atemporal. Tenía una belleza… eso, mágica. No una belleza despampanante u ofensiva. No, era algo que no es de este mundo. Una belleza calmada, más propia de una estatua griega que de una persona real. Una belleza de poema épico, una belleza por la que arriesgar un imperio o perder la razón. Una belleza como la de Helena.

Sabías inconscientemente que podría hacerte, si quisiese, infinitamente feliz o infinitamente infeliz. Que podía controlar tus pulsaciones con una mirada. Eso no lo hace una gata y, desde luego, tampoco una flor. Un hada sí, por eso las hadas son mucho más peligrosas.



Normal que los griegos escribiesen leyendas sobre mujeres así.
Normal que nos enamoremos de mujeres así.

23 de marzo de 2015

Triste sonata de marzo y fantasía de primavera


Semanas en escala de grises.
Cielo de ceniza en los albores de la primavera.
Telón de agua que no termina de caer.
Días cenizos que pasan en tromba, sin pena ni gloria; meros recuadros en el calendario.
Cenizos también los suelos sobre los que corretean, con paso firme y cabeza gacha, figuras borrosas que aspiran a ser personas. Vidas moldeadas en plomo sin un solo toque de color. La comedia diaria en la que nadie sonríe pero en la que todos están obligados a participar, acto tras acto, función tras función. Un repertorio invariable de líneas sin gracia que hilan mecánicamente carcasas humanas con el alma en casa y la vista en el fin de semana. Una cascada de llantos mudos mientras todos bailan como marionetas al son de una repetitiva melodía.
Día tras día.
Sueñan con días brillantes en los que el gris no existe y se les humedecen los ojos al recordar los días de verano de su infancia que nunca volverán. Perdemos muchas cosas con cada día que pasa, con cada mes, con nada año. Se nos escurren las horas entre las manos mientras andamos ocupados con tareas que no entendemos. Seguimos interpretando un papel sobre el que nadie nos ha pedido opinión porque alguien nos convenció de que era lo que había que hacer para comer. Seguimos la representación mientras el tiempo pasa y los recuerdos brillantes se van quedando más y más atrás.
Ni pizca de gracia me hace ver cómo cada paso que damos nos conduce a ese gris escenario en el que no hay espacio para la improvisación. Cómo “lo correcto” es una autopista gris asfalto sin una mísera flor en el camino.
Probablemente sea ingenuo y estúpido no querer seguir ese camino.
Quizá sea inevitable participar en la función.
Pero, de momento, me queda un resquicio de ilusión, una fantasía de primavera:

yo, de mayor, quiero colorear días.