Mirar hacia delante en la oscuridad y no ver nada. No saber con qué te puedes tropezar ni por dónde va el camino. Un lienzo negro sería un buen retrato del futuro de los hijos de los 90.
No somos una generación perdida. Somos una generación a la que le han robado el Norte. Somos los más informados y preparados que ha visto este país, alta tecnología humana. Una quinta empapada de política que sabe qué quiere, o al menos qué no quiere. Que ha perdido la confianza en los de arriba pero no la esperanza en si mismos.
Adolescentes que podrían enseñarle economía a Rajoy pero que se beberán hasta el agua de los floreros un fin de semana cualquiera intentando salirse de este mundo y huir. Aunque a la mañana siguiente no se acuerden de con quien se acostaron y no puedan ni salir de la cama, saldrán a la calle para que no les quiten su futuro ni les roben sus sueños. No quieren este mundo y se debaten entre abandonarlo y salvarlo. Nadie confía en ellos ni ellos en nadie. Los valores de sus padres se derrumban, las cosas ya no son lo que eran y los viejos colores no les dicen nada. Tienen muy dentro que no son corderos y rugen como leones, pero aún no matan dragones. Pero llegará ese día y se derrumbarán castillos. Y los niños pondrán las reglas.
No se puede pisotear tanto a alguien. Cuando explote rodarán cabezas.
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