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26 de febrero de 2014

Inviernos

Resulta que el invierno agoniza y la primavera está a la vuelta de la esquina. Me gusta el sol tanto como a cualquiera, pero también me encuentro cómodo bajo cielos de plomo y suelos blancos. A mí este invierno me ha sabido a poco, no sé si por corto o por suave, pero me he quedado con ganas de más.

Siempre me han gustado las mañanas de invierno, con esa luz tenue pero cálida que se cuela tímidamente por las ventanas. Nada que ver con el sol de verano, que a veces puede resultar hasta agresivo, el sol de invierno es como si pidiese permiso para entrar, como si no quisiese molestar, simplemente hacer un poco de compañía. Me gustan esas mañanas, con un café caliente y música tranquila, mañanas de sentarse en el suelo y pensar sobre el devenir del universo mientras acaricias a tu gato. Mañanas en las que el tiempo parece no pasar.

Luego están esas tardes de invierno en las que una tupida cortina de lluvia tapa las ventanas y un jersey gordo los brazos. Tardes que toca pasar entre apuntes, sí, pero que tienen sus pequeñas alegrías. Animan a ponerse a cubierto y echar el rato a cervezas, a solucionar el mundo sentados en el suelo armados solo con cigarros.

Y luego están las noches de invierno. Que sí, que el frío muerde fuerte, pero tampoco es un problema si sabes con quien espantarlo. Son noches mucho más tranquilas que las de verano, con calles vacías y bares a media capacidad, noches más íntimas en cierto sentido. Tienen su aire particular.

Los inviernos para mí siempre han sido largos y tranquilos, contrapunto de otoños movidos y preludio del ir y venir de la primavera. Este no me ha parecido ni tan largo ni tan tranquilo. Quizá es esa sensación de que el tiempo se escurre entre los dedos a un paso que cada vez se me antoja más rápido. Los días pasan a la carrera sin casi detenerse, uno tras otro como coches por una autopista. Quizá le esté cogiendo pánico al paso del tiempo, a la incapacidad de hacer que todo vaya más despacio, a la imposibilidad de prolongar en ciertos instantes. Todo viene y va demasiado rápido. Este invierno también. Se soltó la cadena que ataba el reloj a las horas...

La gente...

La gente es estúpida. Creo que más o menos ese fue mi primer pensamiento profundo sobre la humanidad: atajo de idiotas. Y en media vida no he cambiado de opinión. Lo he matizado, ampliado, pero en esencia sigo pensando lo mismo. La gente es estúpida, sí, pero eso no es malo. De hecho es esa tendencia a lo irracional lo que le da algo de gracia a la existencia. Si no fuésemos estúpidos seríamos predecibles y la vida, insoportablemente aburrida.

Quizá cuando puede verse esta estupidez de manera más obvia y constante es a la hora de elegir pareja. En un abuso de racionalidad, lo más adecuado sería elegir a alguien de mentalidad y gustos similares, emocionalmente estable y con una personalidad compatible y que no genere problemas. Bien, que levante la mano quien se haya pasado la racionalidad por el forro y se haya lanzado de cabeza a lo que, a posteriori, era a todas luces una mala opción. Ahí quería yo llegar.

Cada uno es estúpido a su manera. Los hay con debilidad por las causas perdidas o por las personas rotas, los que caen por una personalidad fuerte. Los de los tópicos del cabronazo y la femme fatale. Los que se encandilan de esos espíritus fuera de la norma o a los que les pierden las personas tirando a locas. Para gustos colores. Mi estupidez personal son los misterios y las historias, personas que son como un puzzle a resolver o una historia a descubrir. O no. Ventajas de la estupidez: no es necesariamente constante. 

La gente es estúpida, por suerte. La gente se deja llevar por sus emociones y deja la razón en un cajón; la gente no se piensa las cosas dos veces, muchas veces ni siquiera una; la gente es fan de un equipo de fútbol, creyente, vota y se enamora. La gente es irracional. Menos mal que a veces nos saltamos los no debería y los no es buena idea y cometemos estupideces. A fin de cuentas, es lo que le da un poco de color a este mundo tan gris. 

1 de febrero de 2014

Estatuas

Los que parecen más enteros luego son los que más rotos están. Esos tranquilos y calmados, que parecen no sorprenderse por nada. De gesto impasible y aparente sangre fría, remanso de sensatez al que muchos recurren a por consejo. Esos que a todas luces parecen sólidos, no de hielo pero sí de piedra, impensable que puedan resquebrajarse. Mentira. Así de simple. Es en gran parte fachada, un muro. Un enorme muro de piedra que da esa impresión de solidez. Todo lo que queda detrás del muro queda oculto, acostumbrado a no ver la luz. Como una estatua hueca, vacía por dentro pero hermosa por fuera. El exterior no cambia, pase lo que pase dentro. Pero eso no evita que tras esa imagen de entereza y esa sonrisa tranquila haya violentas tormentas. Tormentas difusas sin rostro ni forma, difíciles de contener o incluso de comprender. El problema de estas estatuas es que ante estas tormentas están solas. Pocos las van a entender si ni ellas mismas entienden la complejidad de lo que las golpea desde dentro. Y al final todo queda en un déjalo, da igual, estoy bien.

Una cosa sí saben: cuando golpea desde dentro, golpea muy fuerte.
Y solo queda correr y huir lejos, hasta que amaine la tormenta. Pero no se puede correr lejos de uno mismo...

Rivers