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30 de enero de 2015

Lo siento

Lo siento.
Si no escribo reviento.

Algo me oprime
Me ahoga
Me asfixia
Las ganas de salir corriendo
Estampándose contra un muro de obligaciones
Creo
No sé
Quizá
El peso de un millar preguntas
olvidadas
Empujando por salir a la luz

No sé
Quizá
Los dedos de hielo de la incertidumbre
Agarrando con fuerza el corazón
Mi corazón
Que quiere latir, sentir, sufrir.
Vivir.

Quiere huir
Sin saber de dónde
Ni adónde



Quizá
No

Como una estatua, alta en un tejado.
Fija
Quieta
Pétrea
Que observa sin mover los ojos.
Que sueña, inmóvil,
Con poder bajar a la calle.
Y se debate:
Moverse y dejar de ser
De ser estatua
De ser ella
Quedarse y no ser
No ser más que estatua
Sólo una estatua.

Y ahogarse.

Al norte, bajo la lluvia

Era una mañana cualquiera de diciembre, en una de esas ciudades al norte de los Pirineos en las que llueve demasiado. Una de esas ciudades en las que los sureños nos sentimos perdidos: hace demasiado frío, la gente es demasiado seria y no tienen ni puta idea de cómo hacer un café en condiciones.

Una mañana en la que andábamos a paso ligero, casi marcial, entre la gente seria que va a trabajar y los turistas pesados que se paran cada dos por tres a hacer fotos. Parapetados bajo un endeble paraguas, de esos que al menor soplo de viento se rinden y te dejan tirado.

Era una mañana en la que sólo pedíamos paz o, al menos, tregua. Pero el clima no parecía tener intención de rendirse y nos bombardeaba inclementemente con la artillería pesada. Antes he dicho "andábamos", pero vista la densidad de la lluvia, aquello era más bien nadar.

Buscábamos refugio desesperadamente, cualquier lugar nos habría valido de trinchera contra aquellos disparos. Al fin, calados y acribillados, entramos corriendo en un triste bar. A buscar paz en una taza de café. Y mientras pedíamos, nos dimos cuenta, sorprendidos, de que no nos habíamos soltado las manos en toda la batalla.

Balcón

La máxima soledad. Un balcón olvidado en una fachada abandonada de un viejo edificio prácticamente vacío. Un balcón que puede haber sido escenario de un millón de historias pero que ya sólo espera el final de su existencia; férreo vigía de un paisaje cambiante durante más de medio siglo, testigo de gracias y desgracias, cómplice de indiscreciones y compañero en noches de mirar las estrellas entre el humo del trigésimo cigarro.

Gritos, suspiros, besos, charlas, lágrimas, broncas, sonrisas, profundas reflexiones y vagas esperanzas habrán tenido lugar en un escenario así. Desde su barandilla han visto marchar el amor y llegar la esperanza, se han planeado fantásticas aventuras y se han desmoronado castillos de sueños.

Sin embargo, de todo ese catálogo de atractivas posibilidades, lo más probable es que no haya sucedido casi ninguna. Como siempre, al final nos quedamos en lo gris y en lo mediocre. Las más de las veces, lo más emocionante que le ha pasado en el día es que tiendan la ropa.

Como todos, las más de las veces en lugar de protagonistas de apasionantes historias no somos más que un triste armazón en el que colgamos ropa.