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26 de junio de 2013

Apenas quedan vinos de las viejas cosechas

El paso firme de aquellos que sienten que el mundo está para que ellos caminen sobre él. La ropa elegantemente discreta. El porte de una estatua griega. Un aire anacrónico al tiempo que atractivo. Andaba con una cuidadosa despreocupación y te regalaba con una sonrisa fresca y natural, mil veces ensayada. Era todo un caballero.

Pero era ese brillo en los ojos, pulido durante años. Era esa elegancia innata aprendida a lo largo de media vida. Era esa calculada indiferencia lo que suspendía sobre el vacío, durante una milésima de segundo, el corazón de cualquier mujer.

Hombres así, de los de modales cuidados y mirada un punto pícara ya no quedan. Solo quedan niños, de los de gestos torpes y mirada estúpida.


El progreso, lo llaman, ese devorador de tradiciones. El agujero negro de la posmodernidad, donde todo vale y nada perdura, donde la fecha de caducidad fue ayer y el pensamiento más sólido no aguanta un soplo de aire.  La tumba de caballeros y buenas costumbres, del placer de un buen coñac y de un tempo relajado.  Matarife de la serenidad y del buen gusto. Modas que se suceden frenéticamente, a cual más ridícula, no son sino un vano intento de tapar todas esas tumbas.

25 de junio de 2013

Cargados

Supongo que lo primero sería agradecerte tu constante e incondicional compañía, tu inquebrantable amistad. Con frío y con lluvia, a las cuatro de la mañana o nada más salir de la cama, siempre has estado ahí para echar una mano, para calentarme o para darme ese empujón cuando más falta me hace. Gracias por las noches en vela estudiando conmigo y por las tardes en las escaleras de la biblioteca. Gracias por aguantar mis escaladas de estrés la mañana de antes de un examen. Te debo más de un aprobado. Gracias por tus cálidos besos en los días de invierno. Gracias.

Pero no son todo momentos duros. Hemos dado muchos paseos por el centro y disfrutado de alguna que otra tarde en una cafetería. Hemos estado en Italia y en Portugal, en Londres y en Irlanda, incluso hemos cruzado el Atlántico hasta Seattle y  Vancouver. A este paso, de aquí a no mucho habremos recorrido medio mundo. Hemos pasado noches en la cama con un buen libro, hemos visto infinidad de películas y series. Hasta las tantas nos hemos quedado escribiendo aquí o dibujando allá, has supervisado cada línea, cada trazo. Hay pocos que puedan presumir de una intimidad similar.


Que ya son muchos años y muchas horas juntos. Quizá empezamos demasiado pronto, quién sabe, pero desde luego que nos queda un largo camino.


Black, as usual

16 de junio de 2013

La coherencia duele

Pues eso, que duele. Es algo duro de mantener. Y no me refiero a ser coherente contigo mismo, eso es sencillo, es natural, es lo que te sale. Coño, es lo que eres. El problema es ser, o intentar ser, coherente con algo que va más allá de ti, algo que asumes como tuyo pero que no ha salido de ti sino que viene de fuera. Algo ideal. Ahí está el problema, los ideales siempre dan problemas. Mantener algo que no nace de ti y que está en constante lucha con la realidad que te rodea. Unir lo abstracto con lo práctico. 

Nos han enseñado que con pensar las cosas vale, que con creerlo y sentirlo de verdad quedas absuelto de todos tus pecados, solo tienes que decirlo. Somos una cultura de la palabra, todo se puede por medio de palabras. Y así nos va, que nos creemos que con dar cuatro gritos en la calle o despotricar en el bar vamos a cambiar el mundo, que con eso está todo arreglado. 

Las palabras deben corresponderse con la realidad, las palabras deben significar cosas. Hablar debería tener sus consecuencias. Pero no. Hablamos sin pensar porque es gratis hablar y cuando nuestras palabras se estrellan contra la realidad hacemos oídos sordos y seguimos defendiendo discursos que hacen aguas. Hablamos como si las palabras no tuviesen valor, como si no significasen nada, como si estuviesen vacías. Hablamos por hablar y se nos olvida que las palabras deberían significar algo, que las palabras pesan y no se las lleva el viento, que las palabras correctas pueden cambiar el mundo. Hablamos y hablamos porque todo es hablar, hablamos porque es bonito, hablamos porque es infinitamente más barato que actuar.

Hemos hablado tanto que hemos terminado por vaciar las palabras, las hemos gastado hasta el punto de que ya no son más que cáscaras vacías. Pero seguimos usándolas para todo. Y el problema de usar cajas vacías para construirnos es que nos hace vacíos. Presumimos, orgullosos, de castillos de humo e incluso discutimos sobre cual es mejor. Pero en cuanto viene el viento de la realidad todos se difuminan en el aire. Y en el fondo lo sabemos, sabemos que nuestros cajas están vacías y que nuestros discursos hacen aguas, sabemos que lo que decimos no es nada y que nuestras ideologías tienen la solidez de un castillo de naipes (sean del color que sean). Y aún así, seguimos aferrándonos a esos castillos, a esas cajas vacías. ¿Por qué? porque es lo que tiene todo el mundo, lo que nos define, y únicamente gracias a que compartimos cosas con los demás, a que habitamos en los mismos castillos, llegamos a sentirnos unidos a alguien. Nuestras huecas palabras ya tienen otros que creen entenderlas y compartirlas. 

Y no deja de ser triste que sea con eso de lo que estemos hechos, de humo. 

Por eso es muy difícil ser coherente. Ser coherente supone soplar fuerte, quitar el humo y hacer los castillos de piedra. De lejos los dos parecen castillos pero la diferencia es abismal. Ser coherente supone llenar todas esas cajas vacías, tirar los discursos rotos y guardar la baraja. Ser coherente supone poner orden en tu propia casa, pasar el polvo a los clásicos, aspirar y fregar bien el juicio, poner a punto la reflexión, tirar los sentimentalismos y limpiar las manchas de ideología. Ser coherente con tus ideales es jodido. Y sale caro. Duele defender palabras con las que nadie más se compromete, duele.

Por eso, en el fondo, nadie lo hace.





 .






9 de junio de 2013

Cosas de la edad

Tenían veinte años y los llamaban locos. Su mayor agobio era aprobar unos estúpidos exámenes para poder hacer lo que de verdad les gustaba. Eran gente sencilla, de esa que aún cree en el amor y conoce el valor de una sonrisa. Tenían aspiraciones sensatas y razonables, como hacer del mundo un lugar mejor, ser felices y vivir del aire. Su método era una cuidadosamente planificada improvisación, que tendía a dar unos resultados desastrosamente buenos, y cuando no, enseñaba a apañárselas como fuese; lo cual, a fin de cuentas, también es bueno. 
Eran esencialmente amantes. Amantes de la bebida, en su justa gran medida. Eran amantes de todo lo bueno, desde la literatura hasta el sexo. Pero también sabían apreciar el sabor de lo malo: del mal vino, del tabaco barato y de los besos de "si te he visto no me acuerdo".
No se aferraban a sueños porque para ellos no eran sueños, eran realidades remotas. Cuando hablan de imposibles no se refieren a cosas que no se puedan hacer o no puedan suceder, eso no existe. No, imposible es solo un eufemismo para 'me da una pereza monumental hacerlo'. Es peligrosa la gente que no se toma en serio lo imposible. Luego hacen cosas extraordinarias ante las caras boquiabiertas del público en general, cosa que el público pensaba imposible. Pero claro, ellos como no sabían que era imposible, lo hicieron.
Por cosas como esas se los ha tachado de locos, soñadores e inútiles. Pero es injusto, ellos no son tantas cosas. Ellos son simplemente jóvenes.

La noche huele a verano

El crujir de unos milímetros de tabaco al consumirse lentamente era lo único que rompía el silencio aquella noche de Junio. Eso y esos sonidos que solo aparecen en mitad de la noche, como el rumor del tráfico a lo lejos y el cuchicheo del viento con los árboles. Si mirabas fijamente en la oscuridad podían verse las aún más oscuras siluetas de los murciélagos patrullando frenéticamente la nada en el más absoluto silencio.

Esa es la gracia de las noches, el silencio. Pero no el silencio de invierno, que suena a muerte. No, las noches de invierno no te dejan sentarte en la ventana, las noches de invierno te empujan de malas maneras hasta la cama y te obligan a atrincherarte tras las sábanas. Las noches de verano son mucho más amables, algo peligroso en época de exámenes, pues invitan cálidamente a dar una vuelta o te ofrecen un cigarro mientras miras al cielo. No es necesario, pero a veces la canción correcta sonando suave de fondo mejora la situación y acompaña mejor que algunas voces.

Se nota que les tengo aprecio a las noches de verano, ¿verdad? Es por culpa de cierto verano, muy largo y muy solo, pero muy bien acompañado. Absolutamente irrepetible y por ello muy importante. Aprendí muchas cosas y desaprendí otras tantas. Quizá eso último fue lo más importante, desaprender. Es esencial, y para eso están los veranos. Para olvidar y descansar, para desaprender lo inútil y darse cuenta de lo importante. Y a veces se aprende mucho más tras cuatro copas y en buena compañía que encerrado en un aula durante horas. En verano uno aprende que una sonrisa no tiene precio y que la cerveza fría no cabe en los libros, uno aprende lo que solo se aprende viviéndolo.
Los veranos están para vivir, para vivir todas esas cosas que deberíamos vivir a diario pero que simplemente vamos dejando pasar.