La lírica, la buena, la de verdad, la que te hace encogerte y temblar. La que te hace llover lágrimas, la que te parte por dentro, la que consigue que cada palabra te sacuda entero. Esa lírica nace de almas desgarradas, de personas apaleadas que lloran tinta. De corazones pisoteados y vidas arruinadas. De cuerpos tan sucios que necesitan sacar a la luz su interior porque es demasiado oscuro como para guardárselo, tan sucios que ni siquiera esas piscinas de alcohol en las que se sumergen consiguen deshacer su mierda. Rodeados de una niebla de tabaco barato, esculpen con pluma sus penas en un papel mil veces plegado. Se las arrancan del pecho y las van colocando sobre el folio, sus manchas negras sobre un inmaculado fondo blanco. Tallan con cada trazo torcidos y tortuosos torrentes de tristeza.
Y nosotros, nosotros somos espectadores circunstanciales invitados a este siniestro espectáculo. Y asistimos con gusto a este despliegue de dolor y miseria. Nos recuerda que, sea cual sea nuestro sufrimiento, nuestra herida o nuestra pena, ni estamos solos ni hemos tocado fondo. Es la prueba de que de lo más oscuro puede nacer algo bello, que en los rincones en sombra crecen flores brillantes, que las grandes maravillas se conciben en las noches sin sueño. Son ecos desde el más allá que demuestran que no se ha acabado aquí, que hay más. En la muerte hay vida. Multitud de aves fénix que se yerguen de entre sus cenizas y embellecen nuestros cielos con sus plumas.
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