No están rotas, están melladas. No tienen defectos de fábrica pero la vida es muy puta y pega fuerte. A base de años son un lienzo de golpes y arañazos, de los que te llevas al caerte al suelo, al tirar hacia delante. Los golpes internos no se ven a simple vista, pero se terminan notando. Son, sin duda, los que más marcan. Corazones cosidos a cicatrices, arados con desengaños. Están hechos al uso, cansados de ser usados con tanta frecuencia.
Las personas melladas tienen un aire especial, entre duro y cansado, como los viejos veteranos. Pero sin ser viejas, ni tan veteranas como creen. Una mezcla de la desconfianza de la experiencia sumada a la impulsividad de la juventud. Un cóctel explosivo que termina explotándoles siempre en las manos al grito de "¿ves? ¡ya lo sabías!". Las deja sordas y ciegas durante una temporada pero al final esa gente se queda con ese aire especial. Ese gesto de sé mucho más de lo que parece pero no me voy a molestar en demostrarlo.
Parte de sí la enseñan, parte la dejan a la imaginación, como un buen bailarín de tango. Te las encontrarás en el metro o esperando el autobús, en el bar de abajo o haciendo footing. Son ese chico callado que te cruzas todas las mañanas, la muchacha de la mesa de enfrente y el señor de traje del último piso. Son muchas y diferentes las personas melladas pero a todas se les nota el polvo del camino. Porque aquí, la puta, no perdona a nadie.
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