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26 de junio de 2013

Apenas quedan vinos de las viejas cosechas

El paso firme de aquellos que sienten que el mundo está para que ellos caminen sobre él. La ropa elegantemente discreta. El porte de una estatua griega. Un aire anacrónico al tiempo que atractivo. Andaba con una cuidadosa despreocupación y te regalaba con una sonrisa fresca y natural, mil veces ensayada. Era todo un caballero.

Pero era ese brillo en los ojos, pulido durante años. Era esa elegancia innata aprendida a lo largo de media vida. Era esa calculada indiferencia lo que suspendía sobre el vacío, durante una milésima de segundo, el corazón de cualquier mujer.

Hombres así, de los de modales cuidados y mirada un punto pícara ya no quedan. Solo quedan niños, de los de gestos torpes y mirada estúpida.


El progreso, lo llaman, ese devorador de tradiciones. El agujero negro de la posmodernidad, donde todo vale y nada perdura, donde la fecha de caducidad fue ayer y el pensamiento más sólido no aguanta un soplo de aire.  La tumba de caballeros y buenas costumbres, del placer de un buen coñac y de un tempo relajado.  Matarife de la serenidad y del buen gusto. Modas que se suceden frenéticamente, a cual más ridícula, no son sino un vano intento de tapar todas esas tumbas.

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