El enésimo cigarro, el botellín número aún-me-entra-otro y ese bar en el que estás más cómodo que en tu casa. Una noche indistinguible de otras muchas y sin embargo completamente única. De las de salir a tomar algo y volver con el sol rompiéndote los ojos. La plaza, la guitarra, el tercer litro y el joder, ya me han liado. Las caras familiares de siempre y ¿de dónde ha salido este porro?. Esos viernes de venga, tómate otra, que aún es pronto y cuando miras el reloj ya son las cinco. Nuestra rutina de romper la rutina. Y vaya que si estamos a gusto.
Luego viene el ¿qué hice yo anoche y por qué me duele tanto la cabeza?, seguido de esa inevitable madrugada del domingo, cuando empiezas a hacer eso que tienes que entregar en seis horas, y el yo este finde quería descansar y al final no has dormido una mierda. Por fin te acuestas, ni te atreves a mirar el reloj, no vaya a ser que sea ya hora de levantarse. Lo siguiente es el estruendo del despertador, el acordarse de la madre del que inventó los lunes y los párpados pegados con superglue. La hostia, qué sueño. Café. Café cargado, negro como el aceite de motor. Café de esos que podría revivir a un muerto o darle un paro cardiaco a un vivo pero que a ti te hace poco o nada.
Ya sea por intervención divina o sobredósis de cafeína, en cierto momento arrancas. Arrancas y empiezas el ir y venir. Ese ir y venir que irremediablemente te lleva, sin saber muy bien cómo, a tener de nuevo un cigarro en una mano, una cerveza en la otra, cinco días a tu espalda y un fin de semana por delante.
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