Semanas en escala de grises.
Cielo de ceniza en los albores de la primavera.
Telón de agua que no termina de caer.
Días cenizos que pasan en tromba, sin pena ni gloria; meros
recuadros en el calendario.
Cenizos también los suelos sobre los que corretean, con paso
firme y cabeza gacha, figuras borrosas que aspiran a ser personas. Vidas
moldeadas en plomo sin un solo toque de color. La comedia diaria en la que
nadie sonríe pero en la que todos están obligados a participar, acto tras acto,
función tras función. Un repertorio invariable de líneas sin gracia que hilan mecánicamente
carcasas humanas con el alma en casa y la vista en el fin de semana. Una
cascada de llantos mudos mientras todos bailan como marionetas al son de una
repetitiva melodía.
Día tras día.
Sueñan con días brillantes en los que el gris no existe y se
les humedecen los ojos al recordar los días de verano de su infancia que nunca
volverán. Perdemos muchas cosas con cada día que pasa, con cada mes, con nada
año. Se nos escurren las horas entre las manos mientras andamos ocupados con
tareas que no entendemos. Seguimos interpretando un papel sobre el que nadie
nos ha pedido opinión porque alguien nos convenció de que era lo que había que
hacer para comer. Seguimos la representación mientras el tiempo pasa y los
recuerdos brillantes se van quedando más y más atrás.
Ni pizca de gracia me hace ver cómo cada paso que damos nos
conduce a ese gris escenario en el que no hay espacio para la improvisación. Cómo
“lo correcto” es una autopista gris asfalto sin una mísera flor en el camino.
Probablemente sea ingenuo y estúpido no querer seguir ese
camino.
Quizá sea inevitable participar en la función.
Pero, de momento, me queda un resquicio de ilusión, una fantasía de primavera:
yo, de mayor, quiero colorear días.
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