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8 de agosto de 2012

Let the music pump through your veins.

Es algo así como una descarga eléctrica, un impulso que recorre el cuerpo de la cabeza a los pies y te sacude. Aveces más deprisa otras más despacio agita tu cuerpo y te obliga a moverte. Llega a poseerte, a invadirte, a mandar sobre ti y todos los que te rodean. Es magia, ver cómo esa línea de bajo hace botar a decenas, cientos, miles de personas al unísono. Contemplar el efecto que el vibrar de una decena de cuerdas tiene en el público. Cómo se les mueve el cuerpo inconscientemente, cómo se les van las pies y detrás las piernas, cómo se sincronizan las palmas de todos, cómo frenan durante unos segundos al compás de la música para volver a saltar todos al mismo tiempo. Ahí está la verdadera belleza, el individuo que sale de sí, que se entrega y se separa de su cuerpo, que deja de lado todo lo que no sea el sonido. Es la muerte del ego en favor de la música. Una sintonía perfecta con lo y los que te rodean. Es escalofriántemente bello.

Ese es el atractivo de la música en directo, de los conciertos. Ahí la música no se escucha, se vive. Hasta el último acorde tiene algo que decir. A una palabra o movimiento del músico los asistentes chillarán hasta la afonía, saltarán pese al cansancio o bailarán hasta desgastarse las suelas de los zapatos.  Hay música que está hecha para compartirla y que, como la vida, a solas pierde toda su fuerza.

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