Era
una mañana cualquiera de diciembre, en una de esas ciudades al norte de
los Pirineos en las que llueve demasiado. Una de esas ciudades en las
que los sureños nos sentimos perdidos: hace demasiado frío, la gente es
demasiado seria y no tienen ni puta idea de cómo hacer un café en
condiciones.
Una
mañana en la que andábamos a paso ligero, casi marcial, entre la gente
seria que va a trabajar y los turistas pesados que se paran cada dos por
tres a hacer fotos. Parapetados bajo un endeble paraguas, de esos que
al menor soplo de viento se rinden y te dejan tirado.
Era
una mañana en la que sólo pedíamos paz o, al menos, tregua. Pero el
clima no parecía tener intención de rendirse y nos bombardeaba
inclementemente con la artillería pesada. Antes he dicho "andábamos",
pero vista la densidad de la lluvia, aquello era más bien nadar.
Buscábamos
refugio desesperadamente, cualquier lugar nos habría valido de
trinchera contra aquellos disparos. Al fin, calados y acribillados,
entramos corriendo en un triste bar. A buscar paz en una taza de café. Y
mientras pedíamos, nos dimos cuenta, sorprendidos, de que no nos
habíamos soltado las manos en toda la batalla.
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