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17 de enero de 2012

Arquitectura de tinta

Recuperando textos viejos, recuerdos garabateados en alguna noche de verano. Noches tranquilas en las que el mar toca una eterna sinfonía para quien quiera escucharla. Con un poco de ginebra y mis pensamientos como única compañía llené páginas y páginas de lo primero que se me pasaba por la cabeza. Desde relatos cortos hasta entradas de diario, pasando por torrentes de sentimientos sin coherencia y barbaridades varias. Algunos han terminado aquí, otros puede que algún día lo hagan y la mayor parte se perderán junto con el papel que los guarda.

No se escribe para los demás. Escribir es como una expedición a lo más profundo de nosotros, una disección sobre el papel. La mayoría de las veces no es agradable, terminas de sangre hasta los codos y se pone todo asqueroso. Pero se aprende, se recuerda, se ven cosas que se suelen pasar por alto o se ven las cosas de otra manera.
Pero la palabra también se puede usar como un lápiz, como ladrillos con los que armar una realidad que dura mientras alguien la lee. Construir mundos enteros en la cabeza de las personas, donde no hay más reglas que las que el escritor quiera. Pintar la realidad, deformarla, estirarla. Pasar de lo ideal a lo grotesco en una línea. Asustar, convencer, emocionar, preocupar, engañar, alegrar, enamorar. El poder de las palabras, la magia de la mentira.

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