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25 de septiembre de 2012

Seashore

Hay una gran diferencia entre hacer algo y hacerlo a la orilla del mar.

A veces ruge tan fuerte que impide hacer nada, incluso pensar, nos llama a gritos, reclama nuestra atención. No se puede hacer más que contemplarlo en silencio. Otras, ese mismo rugir acalla el resto de ruidos y calma nuestros pensamientos, como una suerte de mantra en el que uno desaparece y se funde con la arena y la espuma, con las primeras luces del día. Esas olas que con su ir y venir lavan la orilla, lavan la mente con su murmullo, se llevan todo lo que estorba, los problemas y las preocupaciones. Mecen a uno como un tronco a la deriva, lo arrullan con su nana eterna. Limpio y calmado entra el pensamiento en un rincón de paz dónde pensar a gusto.

No hay nada que hipnotice tanto como el fuego o el mar. Nada que pueda atrapar la mirada absorta de nadie durante horas obligándole, casi sin querer, a pensar, a soñar, a olvidarse.

El mar es vida y muerte, terror, alegría, gloria, esperanza, miedo, pena, belleza, ira, paz... El mar tiene mil caras, es un baúl de secretos y un laberinto, un agujero negro. Uno pierde cosas en el mar e incluso puede perderse a sí mismo –no es nada nuevo– pero puede hacerlo de muchas formas. Puedes extraviarte mentalmente hasta el punto de olvidarte, solo con contemplar las olas. También puedes perderte sobre cuatro tablas y una vela al estilo de los de Jack London en los mares del sur, en busca de ti mismo o de algo menos desconocido. Más triste son aquellos que se pierden, por una u otra razón, en las profundas cavernas de Neptuno para no volver jamás.

Pero en el mar también se encuentran cosas. Desde los tesoros que arrastra la marea hasta esa respuesta que buscabas que, si escuchas con atención, te susurra la brisa marina.

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