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16 de junio de 2013

La coherencia duele

Pues eso, que duele. Es algo duro de mantener. Y no me refiero a ser coherente contigo mismo, eso es sencillo, es natural, es lo que te sale. Coño, es lo que eres. El problema es ser, o intentar ser, coherente con algo que va más allá de ti, algo que asumes como tuyo pero que no ha salido de ti sino que viene de fuera. Algo ideal. Ahí está el problema, los ideales siempre dan problemas. Mantener algo que no nace de ti y que está en constante lucha con la realidad que te rodea. Unir lo abstracto con lo práctico. 

Nos han enseñado que con pensar las cosas vale, que con creerlo y sentirlo de verdad quedas absuelto de todos tus pecados, solo tienes que decirlo. Somos una cultura de la palabra, todo se puede por medio de palabras. Y así nos va, que nos creemos que con dar cuatro gritos en la calle o despotricar en el bar vamos a cambiar el mundo, que con eso está todo arreglado. 

Las palabras deben corresponderse con la realidad, las palabras deben significar cosas. Hablar debería tener sus consecuencias. Pero no. Hablamos sin pensar porque es gratis hablar y cuando nuestras palabras se estrellan contra la realidad hacemos oídos sordos y seguimos defendiendo discursos que hacen aguas. Hablamos como si las palabras no tuviesen valor, como si no significasen nada, como si estuviesen vacías. Hablamos por hablar y se nos olvida que las palabras deberían significar algo, que las palabras pesan y no se las lleva el viento, que las palabras correctas pueden cambiar el mundo. Hablamos y hablamos porque todo es hablar, hablamos porque es bonito, hablamos porque es infinitamente más barato que actuar.

Hemos hablado tanto que hemos terminado por vaciar las palabras, las hemos gastado hasta el punto de que ya no son más que cáscaras vacías. Pero seguimos usándolas para todo. Y el problema de usar cajas vacías para construirnos es que nos hace vacíos. Presumimos, orgullosos, de castillos de humo e incluso discutimos sobre cual es mejor. Pero en cuanto viene el viento de la realidad todos se difuminan en el aire. Y en el fondo lo sabemos, sabemos que nuestros cajas están vacías y que nuestros discursos hacen aguas, sabemos que lo que decimos no es nada y que nuestras ideologías tienen la solidez de un castillo de naipes (sean del color que sean). Y aún así, seguimos aferrándonos a esos castillos, a esas cajas vacías. ¿Por qué? porque es lo que tiene todo el mundo, lo que nos define, y únicamente gracias a que compartimos cosas con los demás, a que habitamos en los mismos castillos, llegamos a sentirnos unidos a alguien. Nuestras huecas palabras ya tienen otros que creen entenderlas y compartirlas. 

Y no deja de ser triste que sea con eso de lo que estemos hechos, de humo. 

Por eso es muy difícil ser coherente. Ser coherente supone soplar fuerte, quitar el humo y hacer los castillos de piedra. De lejos los dos parecen castillos pero la diferencia es abismal. Ser coherente supone llenar todas esas cajas vacías, tirar los discursos rotos y guardar la baraja. Ser coherente supone poner orden en tu propia casa, pasar el polvo a los clásicos, aspirar y fregar bien el juicio, poner a punto la reflexión, tirar los sentimentalismos y limpiar las manchas de ideología. Ser coherente con tus ideales es jodido. Y sale caro. Duele defender palabras con las que nadie más se compromete, duele.

Por eso, en el fondo, nadie lo hace.





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1 comentario:

  1. puff.... que increible... con estas palabras definiste algo que pienso hace mucho tiempo pero no lo habia puesto en letra y forma... :)

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