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9 de junio de 2013

La noche huele a verano

El crujir de unos milímetros de tabaco al consumirse lentamente era lo único que rompía el silencio aquella noche de Junio. Eso y esos sonidos que solo aparecen en mitad de la noche, como el rumor del tráfico a lo lejos y el cuchicheo del viento con los árboles. Si mirabas fijamente en la oscuridad podían verse las aún más oscuras siluetas de los murciélagos patrullando frenéticamente la nada en el más absoluto silencio.

Esa es la gracia de las noches, el silencio. Pero no el silencio de invierno, que suena a muerte. No, las noches de invierno no te dejan sentarte en la ventana, las noches de invierno te empujan de malas maneras hasta la cama y te obligan a atrincherarte tras las sábanas. Las noches de verano son mucho más amables, algo peligroso en época de exámenes, pues invitan cálidamente a dar una vuelta o te ofrecen un cigarro mientras miras al cielo. No es necesario, pero a veces la canción correcta sonando suave de fondo mejora la situación y acompaña mejor que algunas voces.

Se nota que les tengo aprecio a las noches de verano, ¿verdad? Es por culpa de cierto verano, muy largo y muy solo, pero muy bien acompañado. Absolutamente irrepetible y por ello muy importante. Aprendí muchas cosas y desaprendí otras tantas. Quizá eso último fue lo más importante, desaprender. Es esencial, y para eso están los veranos. Para olvidar y descansar, para desaprender lo inútil y darse cuenta de lo importante. Y a veces se aprende mucho más tras cuatro copas y en buena compañía que encerrado en un aula durante horas. En verano uno aprende que una sonrisa no tiene precio y que la cerveza fría no cabe en los libros, uno aprende lo que solo se aprende viviéndolo.
Los veranos están para vivir, para vivir todas esas cosas que deberíamos vivir a diario pero que simplemente vamos dejando pasar.

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