Aquí no ha habido asesinato así que ese niño sigue por ahí dentro, escondido. Creció en nosotros una autoridad (superyó para los freudianos) que empezó a controlar al crío y lo encarceló entre barrotes de compostura y educación. Pero nuestro querido infante interior no se dio por vencido, y atrincherado en nuestro corazón mantiene una eterna lucha con el de arriba por el control. Y fruto de esta guerra sin cuartel tenemos esas fluctuaciones emocionales que le dan gracia a la vida, vamos, esos líos de "me gusta pero no debería", "ay! y si… no, no, mejor no..." Cada uno tiene su propio equilibrio (y su propia tolerancia al alcohol, claro).
A veces nos encantaría que las cosas fuesen tan simples como en los juegos de nuestra infancia, que un "cruci!" lo arreglase todo y que para enterrar el hacha de guerra bastase un "lo siento". Pero también nos gusta el tira y afloja, la sutileza del tonteo, la elegancia de la ignorancia fingida y las batallas de orgullo. Hemos logrado un coctel explosivo que le da emoción al día a día. Seguimos jugando como niños, sin cuidado, sin control; pero hemos cambiado los juguetes y los columpios por sentimientos y licor del malo.
Seguimos siendo incomprensibles, impulsivos, si nos cansamos de alguien: ¡puerta! no nos importa, crueles, insensatos... Pero también tenemos conciencia y empatía, ahora las lágrimas ya no se derraman por caerse de un columpio sino por heridas más profundas. No nos sangran las manos ni nos escuecen las rodillas, nos explota el corazón y se nos rasga el alma.
Somos algo curioso de ver. Inestables. Contradictorios. Perfectamente imperfectos. Nosotros.
Nuestros juguetes cambiaron con el tiempo.
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