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19 de enero de 2014

Calores

Los inviernos piden, irremediablemente, calor. Calor que mate el frío, todos los fríos. El calor de una taza de café recién hecho que espanta a gritos el frío de una mañana helada, por ejemplo. O el calor de un buen libro y un edredón mullido cuando fuera el cielo se rompe y el viento ruge. El calor de un cigarro acompañado, insensibles al mordisco del invierno. El calor de una cerveza fría entre risas contra el frío de la rutina. El calor de una animada conversación, campeón absoluto sobre el frío del aburrimiento. El calor arropador de la música, capaz de batirse victoriosamente contra las frías punzadas de la tristeza. El inconfundible calor de un abrazo, efectiva dinamita contra el frío de la soledad. El calor de ese cuerpo amigo con el que te sientes en casa que derrite los más profundos témpanos. El calor de esos besos, más fuertes que el café. El de esas caricias mejores que cualquier edredón. El calor de su respiración en el cuello, fuego de dragón al lado de un cigarro. El de su cálida sonrisa, capaz de triturar el tedio. El de esa voz, esa risa, que hace que sobre la música. Hay infinidad de fríos e infinidad de calores. Pero hay calores que matan todos los fríos.



Como el de la columna de humo que brota de un cigarro en la tranquilidad de una noche sin viento, alzándose hacia el cielo estrellado. Como el de las estrellas que observan impasibles, cómplices de incontables noches, como el humo desaparece en la noche. Como el del sol en una cama fría en una noche de un invierno.

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