Hacía ya mucho que el sol se había puesto y el frío calaba hasta lo más profundo del corazón. Apenas indistinguible entre la oscuridad de la noche, un denso enjambre de nubarrones tapizaba el cielo. Amenazaba tormenta. El silencio era agobiante, opresivo. No se movía nada, ni una brizna de aire. Pese a la quietud, una casi palpable intranquilidad reinaba en el entorno.
Un silbido rasgó la oscuridad, largo y continuo, como un cuchillo rasgando un telón desde el peine hasta las tablas. La sorpresa fue absoluta, algo había roto la calma. Pero la sensación no fue de alivio sino de malestar, fruto de la incertidumbre. Al menos así fue para los que andábamos despiertos a esas horas, amigos de combatir la oscuridad con un cigarro. el silbido se hizo eterno pero lo que vino después le quitó toda importancia. Si el silbido había rajado el silencio, el estruendo que vino a continuación lo destrozó, lo deshizo en mil pedazos hasta reducirlo a polvo. Ese estruendo rompió muchas más cosas, pues el silencio había sido lo de menos. Esa detonación era el grito de una explosión de luz, esparciéndose como una fuente incandescente de infinitos colores. Era un cohete lanzado contra la oscuridad; una bomba de alegría decidida a destruir la quietud, a combatir las negras nubes a golpe de color.
Perplejos, atónitos, son adjetivos que se quedan cortos. Era algo con tantísima energía que nos paralizó. Parálisis fugaz, desterrada por la emoción que agitaba todo el cuerpo. Una explosión detonada por aquello que acababa de golpear el cielo. Alegría, esperanza, una suerte de felicidad contagiosa, así porque sí. Ese es el efecto que tiene.
No pretendo que lo entendáis, pero esta pequeña descripción es lo que más se parece al efecto que tienen algunas risas. La suya, por supuesto.
Texto reciclado. Sin fecha. Algún momento de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario